Más allá de los límites existe una tierra de muertos y de sombras. Una tierra donde se niega el descanso eterno y las criaturas vagan entre tinieblas que surgen de la noche. Es un sitio de silencios y misterios, donde los insectos aletean para arrullar a los dioses. Un sitio donde los vivos no se atreven y donde los condenados se alzan desde las tumbas en lastimoso espectáculo. Es el sitio de la desolación.
Henry Blackstone llegó a la Tierra de Muertos en el preciso instante que una jauría de panteras del infierno comenzaban a devorarse mutuamente. El espectáculo no le impresionó. Había pasado toda su vida luchando contra toda clase de criaturas endemoniadas y su padre Lester lo había entrenado para ser el mejor. Preparó sus cadenas y avanzó confiado. Desde las copas de los árboles centenares de ojos se encendieron en alerta por el intruso. Como pájaros del mal, las panteras se le arrojaron pero el destello de la santidad de su arma comenzó a despedazarlas, una por una, mientras se movía al compás las luces vibratorias de la densa noche.
El combate duró un parpadeo. Las carnes putrefactas de los demonios cayeron en el lodo y Henry Blackstone sintió una arcada por el asco que le producía la pestilencia de sus almas. Observó al horizonte. El cielo se cubría de nubes rojizas que ocultaban con su bruma aquel lejano castillo. Lo llamaban Primer Mausoleo, y en su interior yacía toda la maldad que pueda conocerse de las supersticiones paganas. Era la guarida de la bestia, el horrendo ser que había venido a destruir para proteger a los aldeanos. Más allá, lo esperaba sediento. Era una batalla decisiva.
Primero destruiría a todos sus sirvientes y luego regresaría al pueblo con la cabeza del vampiro.